El descenso.

Una vez, lleno de virtud y luz, un ser alado tomó las piedras de su camino y con ellas construyó una escalera que lo condujo a la felicidad, su camino fue adornado por el brillo innegable de su amable figura y su inquieto interés por servir; otro ser sin embargo, no tuvo la fortuna de hallar el camino de la gracia, no encontró las alas que presuntamente le tenían guardadas, su pensamiento se oscureció, egoísta se nubló y ardió en su corazón la llama del odio. ¿Qué tan sombría y oscura debe ser el alma de un ser para sacar las piedras del camino y en su espacio cavar, y descender cada vez más profundo con destino inequívoco a su destrucción?

Ese lugar lleno de sufrimiento, dolor y angustia al que tanto se teme en vida, realmente existe, este ser cavó sin descanso y con el trabajo que le costó llegar a tal profundidad fue dejando en el camino la esencia que lo hacía humano, se fue derruyendo, transformando, degenerando en formas que, pasaron de ser simplemente horrendas a los ojos de la belleza, a ser más que inhumanas y grotescas. 

Su brazos, debido al sobrehumano esfuerzo de arrancar las rocas cada vez más grandes y pesadas que se le cruzaron, adquirieron la forma de enormes vigas, pintadas en un tono negro producto del polvo que se adhería a su sudor; aunque fuertes, la textura al tacto sería como la burda piedra que habían estado excavando; las manos se le alargaron y sus dedos se transformaron en zarpas, sus uñas negras y reventadas se caían dejando dolorosas heridas que al cerrarse daban paso a garras cada vez más duras y terribles; sus piernas, para cargar su peso se hincharon como toneles, rompieron las ropas que alguna vez ocultaron la ajada piel de un pobre esclavo de la realidad diaria y el pelo creció en su lugar, grueso y duro como alambres de cobre, largos y puntiagudos como clavos de negro hierro. 

Su rostro no fue ajeno a la destrucción de una imagen corpórea otrora humana; su existencia se adaptó a las terribles condiciones de existir en aquellos estratos inframundanos; no necesitaba los ojos en la profunda oscuridad que se abría ante sí, sus párpados, sellados para siempre por el cebo que rodó por su rota frente, producto de un vinagre sudor que al mezclarse con el polvo propio de su ardua labor se convertía en un fétido fango, negro como la brea; un bulto duro y huesudo surgió de encima de sus cuencas donde alguna vez estuvo la frente que nunca pudo mantener en alto cuando, en el pasado, intentó sin éxito mezclarse con otros seres vivos; el poco cabello que le quedaba se cayó a manojos, el calor y el constante rozar de las ardientes piedras lo arrancó en girones de piel que dejaban al descubierto un hueso que, luego de sufrir un infame e inenarrable dolor causado por tener la poca carne viva al desnudo, se cubría con una inerte y dura capa de polvo que al contrario de servir como bálsamo, lo hacía aullar como si le vertieran ácido encima. 

Olvidó el arte de hablar, y aunque sus turbios pensamientos jamás le permitieron componer palabras dulces o al menos sinceras, su primigenio instinto alguna vez humano extrañó el sonido oscuro y grueso de su voz; con ese recuerdo se removió en su agonía al sentir como sus oídos eran también arrancados por el abrazo mortal del peso ígneo de la profunda roca; poco a poco, con cada zarpazo que arrancaba furiosamente la tierra y las rocas en frente se escapaba un aterrador aullido, que ninguna bestia hubiese podido tolerar; rebuznaba por garganta y boca como el malsano silbato de una locomotora infernal.

Su destino era su camino, su final era tan solo el resultado de la brutalidad que alguna vez, en su
otrora humanidad, esgrimiera sin piedad alguna contra otros seres vivos. Su transformación sólo estaría completa con la despreciable bienvenida que recibiría al llegar donde esperando encontrar paz entre tanto sufrimiento,
se daría cuenta que su furiosa carrera sólo sería el inicio de una perpetua tortura, sufrimiento e inenarrable dolor. 


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