El color de la Pesadilla

Se encontró desubicada y dolorida; su visión era aún nublada, como cegada por la pesadez de un sueño profundo en una larga y perturbadora noche en la que se espera sin sosiego, la claridad del día; pasaron largos segundos en los que, entre parpadeos constantes, intentaba enfocar su visión.


Las sombras disformes comenzaron a figurar en su retina, mientras una espesa lagaña parecía dar espacio a una incipiente luz que se filtraba trabajosamente por una desconocida rendija; quiso llevarse desesperadamente los puños hacia su cara; quería ansiosamente restregarse los ojos a fin de deshacerse de la extraña nube que había en ellos, pero sus brazos, cual troncos secos e inertes, se negaron a obedecer su orden.


Solo habían transcurrido unos segundos desde el comienzo de su despertar, pero en aquella mente parecían eternas y aterradoras horas en las que perdió el control sobre su cuerpo y unas ininteligibles, pero no por eso poco amenazadoras figuras, habían emprendido una rastrera, pesada y quejumbrosa carrera hacia su humanidad vulnerable. 


Con la inerme sensación de un desvalido, y sus ojos envueltos en una espesa espuma que bullía furiosamente, echó mano de su instinto infantil de supervivencia y quiso gritar con toda su fuerza. Supo entonces que los espeluznantes y lerdos seres que parecían esculpidos en una masa hirviente de terror indescriptible, eran en efecto los responsables de su lamentable y desamparado estado. Su grito se ahogó en la niebla que la envolvía; la boca, que antes le hubiera pertenecido, tampoco parecía responderle; sus oídos sin embargo se amedrentaron con el chirriante aullido de las disformes figuras que en respuesta a su fallido intento defensivo se pronunciaban inexorables en malignas y conjuntas voces, graves y chillonas como los graznidos de enormes aves y los pitidos estridentes de los grillos, en un ruido que en momentos pareció la declamación de una horrenda e infernal poesía; esa ominosa cacofonía sólo podía ser la invocación de lo más perverso y retorcido; con ella, una fuerte sensación de repudio recorrió su cuerpo desde la punta de los pies hasta lo alto de la coronilla, en la forma de un insistente escalofrío, acompañado de la presencia cercana de un calor sudoroso que se pegaba a su piel sin oposición alguna. 


A lentos trompicones, las masas de terror indescriptible, cambiantes y amenazadoras, se reunieron ante su presa, repitiendo sus cánticos obscenos y degradados en palabras, sílabas y letras desconocidas e inentendibles a la corta percepción humana, la poca luz que había en el lugar no daba clara cuenta de su apariencia, más desprendían una especie de fulgor rojizo como el rubí, y oscuro a su vez como el carbón. 


El resultado de la horrible reunión que a sus ojos tenía lugar, no fue menos repulsivo; el fulgor acrecentó, ahora como un ominoso y amenazador brillo, rojo como la sangre; se extendió lenta y pesadamente a la altura de su vista, mientras en la desagradable parálisis inexplicable, la respiración se le aceleraba casi hasta el ahogamiento, junto con su pulso que no paró de alterarse desde el instante mismo que aquello comenzó.


El disforme horror que se levantaba en frente, terminó con su desgarradora y atemorizante invocación, y siguió lentamente acercándose al desfigurado rostro de su presa, congelado en una mueca de terror; los ojos llenos de lágrimas y rojos como cuencos colmados de sangre, las mejillas pálidamente apretadas y la mandíbula desencajada, revelando los dientes y sus espacios, la lengua colgante, blanca y quieta, el ceño fruncido en un intento fallido por alejarse del inevitable destino. El horror que se extendía chorreante de maldad, se derramó profusamente desde las rodillas de la desamparada mujer, que al fin pudo gritar. El desgarrador alarido que salió de su boca, sería la única y última cosa que diría; la repulsiva masa avanzando lentamente sobre su cuerpo no se amedrentó; al contrario, pareció excitarse con el dolor agudo que sentía la mujer que yacía debajo de la espesa y asquerosa excreción de los mismísimos infiernos.


El Aullido de profundo tormento se ahogó entre el pesado terror disforme, en cambio un creciente sonido efervescente inundó el lugar, acompañado de una bruma rojiza, y el crujir de los huesos, el chasquido de los dientes que se apretaron en contracciones involuntarias de inefable sufrimiento y agonía; la esencia de la chica se esfumó, cayó en el negro vacío de la eternidad, reviviendo eternamente el instante final de tortura.



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